Despierto y con curiosidad abro la cortina con mi mano, alcanzo a ver cómo sacan bultos en camillas, los meten a una camioneta y se los llevan. Todos tienen máscara.
La primera vez que lo escuché, fue a los 9 años, cuando después de haber pasado (literalmente) 7 meses pidiendo cada día que me compraran un cachorro, por fin llegó “Pelusa” a mi vida. Una hermosísima cruza de maltés con pequinés, de 2 meses, blanca y con una manchita en el ojo. Durante algunos meses todo fue amor, lengüetazos y diversión, o bueno eso creía yo.
Un día al llegar de la escuela, mis papás estaban sentados en el comedor esperándome. Los vi ahí y recuerdo haber pensado: “Oh no, algo pasó, seguro ya se enteraron de mi 8 en educación física” (ya sé, ya sé que están pensando que sacar 8 no está tan mal, pero para la ñoña que yo era en ese entonces, eso, era algo nuevo). Después de un par de segundos de incómodo silencio, mamá comenzó a enumerar todas y cada una de las veces que yo había sido irresponsable con Pelusa, los días en que ella tuvo que salir a pasearla porque yo estaba muy ocupada viendo la tele, o las cientos de ocasiones en las que me pidió que limpiara el área donde Pelusa estaba y yo me negué argumentando que me daba asco; bueno ya sabrán a dónde voy con esto, ¿cierto? Ese fue mi último día con Pelusa, mis papás se la llevaron a un rancho donde vivía una familia (amante de los animales) que seguro le iba a dar a Pelusa el cuidado que merecía.
Después de llorar por días, mi papá con todo el amor se acercó y me dijo:
-Tenías que aprender a ser responsable, no solo se trata de desear, sino de asumir las consecuencias de lo que uno desea -. Eso, se me grabó muy profundo.
A este punto seguro estarán pensando: Bueno muy cool tu historia y todo, ¿pero eso qué carajos tiene que ver con el COVID-19? Créanme tiene todo que ver.
Resulta que hace no mucho en una de las comidas familiares, a mi mamá se le ocurrió hacerme una sencilla pregunta (que en realidad ahora que lo pienso, eran varias): “¿Por qué ya no vas a servir con los niños de la iglesia, ni vas a tus clases de salsa?… ya tampoco seguiste con tu curso de locución, ¿qué pasa?” No lo voy a negar, en ese momento se me subió la sangre a la cabeza porque para mí, la respuesta era lógica y me molestó que mi mamá no la supiera: “¡Pues porque no tengo tiempo, má, ya no tengo tiempo de nada, ni siquiera de hacerme las uñas!”. Después de haber escupido esa respuesta con claras notas de frustración, cerré la conversación con un profundo deseo “Ojalá tuviera más tiempo”. Ja.
Unos meses después a un chino, allá en la provincia de Wuhan, se le ocurrió echarse un sabroso caldito de murciélago, sazonado con SARS, COVID o, como yo le digo, PARVOVIRUS, hecho que, como ya todos sabemos, tiene al mundo de cabeza, a miles de personas llorando la muerte de sus seres queridos, a los tiburones paseando por las playas de Cancún y a mi país en una (interminable) cuarentena. Una cuarentena que parecen 2 y se siente como 1,000, una en la que cada día es muy similar al otro y en la que las horas pasan sin nadita de prisa.
Después de unos 10 días de encierro, mientras esperaba a que dieran las 3:30 de la tarde para tener el siguiente call, cerré los ojos un momento y a mi cabeza regresó el deseo de aquella vez: “Ojalá tuviera más tiempo”, ¡Pum! Deseo concedido, chaparrita. Ahora, ¿qué vas a hacer con él? No les puedo explicar el sentimiento que tuve, en ese momento fue como: “chingada madre, ten cuidado con lo que deseas. Te la mamaste”. Y no es que piense que todo esto es por mi causa, sino que me asustaba pensar en que me iba a tener que tragar mis palabras, ser responsable y aprovechar todo este desmadre para hacer lo que siempre dije que iba a hacer cuando tuviera tiempo.
Empecé metiéndome un poquito más a la cocina, digo tampoco me voy a convertir en Master Chef 2020, pero por lo menos ya intento disfrutar y junto con mi novio, hemos inventado un montón de cosas que la neta, sí saben chido.
Luego seguí por llamar más seguido a la abuela, ella, aunque está cuidada, resguardada y bien, pues quiere saber de mí, su única nieta, y yo, la verdad es que disfruto escuchar sobre sus revistas de acertijos, sus recetas y cómo es que teje bufandas junto a su cuidadora.
El siguiente paso fue la locutoreada, hacía ya un buen tiempo que estaba mame y mame con que quería hacerlo y pues nada, me tomé un curso y ahí lo dejé, pero, como muchos saben mi novio es productor audiovisual y pues ahora que está también en casa, me ofreció la oportunidad de ser la voz que dice los ingredientes de sus clases de cocina, o para dar información extra. La neta me divierto un montón y como niña chiquita me gusta escucharme en sus livestreams.
También me he tomado tiempo para leer por fin el libro que mi papá me prestó hace como 2 navidades. Es de su autor favorito y bueno, la idea es que cuando lo termine, Don Carlos y yo, tengamos otro tema de conversación.
Otra cosa que me encanta es bailar, o sea, yo no entiendo a esas personas que van a una fiesta o a un bar solo a escuchar música indie y a beber, tan rico que es mover el bote, ja, ja. Bueno pues ahora que tengo tiempo, me he regalado 30 minutos en las mañanas para hacer ejercicio y echar el zumba dance fit en línea con un maestro cubano que está bien sabritas.
Por último, y sin contar las miles de video llamadas con mis papás o los mensajes con mis hermanos, me he tomado unos minutos para escribir, escribir tuits, escribir en mi libreta de sueños, escribirle una carta a mi novio (que pienso mandarle un día de estos para sorprenderlo) y escribir también para ustedes. Abrir mi corazón y que conozcan mis deseos, a mi gente, a mí, solo para que el día que se me ocurra desear volver a verlos y se haga realidad, todos nos veamos con más cariño, con más entendimiento unos de los otros y nos abracemos sabiendo quiénes somos en realidad.